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Busto de mujer con sombrero

 

Ella está ahí. Es una figura con dos partes.

Tiene un nombre o por lo menos sabemos que tiene uno. Porta un sombrero amarillo con líneas, regalo de su madre española durante la segunda guerra mundial. Ella migró a Francia para ser actriz o cantante. Es joven y adulta a la vez. Es pareja de un escritor. Y con ese escritor ha viajado a Bruselas sólo para ver los canales del barrio flamenco.

Ella sigue ahí. Es y será siempre una figura con dos partes.

Si usamos una de nuestras manos y la colocamos sobre el lado blanco de su rostro, la mujer sin nombre, será feliz para siempre. Sin embargo, si tapamos el lado oscuro del rostro, será miserable de por vida.

Ella se presenta ante nosotros con su rostro doble.

Huele a margarita.

Se presenta como actriz y cantante. Dice que puede hacer las dos mismas cosas de un mismo modo y con una misma elegancia. Dice que ama los silencios. Dice que quiere mucho. Y que sabe algo que nosotros no sabemos.

La mujer con sombrero de tigre y león, nos mira, y callamos ante ella. Sabe algo que nosotros no sabemos. La miramos con vehemencia. En un punto la deseamos. Queremos que esa figura doble sea nuestra.

Recorremos su frente y nariz. Buceamos: hay todo un océano en sus dos rostros. ¿Cómo serán sus manos? ¿Cómo acabarán aquellos hombros oscuros de lana morada? Hablamos de ella. Y ella nos escucha. Escucha nuestro silencio. Escucha con cuidado toda nuestra atención. Sabe que nunca estará sola. Que siempre será para nosotros. Nos conoce. ¿Por qué? Porque nosotros también nos presentamos ante ella. Ante sus ojos. Somos, ante ella, pintura sagrada y naciente.

Hay algo en esta mujer que necesitamos. Y es su nombre. La historia que la recorre es pasada. La historia es siempre pasada. Este nombre es lo que nosotros buscamos. Este nombre es la historia de esta mujer con sombrero que sin querer padece el parpadeo de una pintura celosa y fugaz.

Por último pensamos:

¿Buscará ella, el mismo nombre que nosotros?

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