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Campo de trigo con un vuelo de cuervos

 

Una bandada de cuervos parece haber volado hace un instante. Parece haber espantado todo aquel cuerpo negro de tumba. Hace un instante, desprendieron sus alas del trigo seco. El campo, entonces, ahora, es silencio y tarde. El cielo, callado, observa a un hombre muerto entre las espigas secas de la cosecha. Un cementerio de campo que de a poco se desgaja en cada uno de estos lentos y sucios trigos que han llorado. No por el hombre. No por el cielo. Han llorado por pertenecer eternamente a la tierra.

Un hombre vestido de cuervo entra en un campo lleno de trigo una tarde de verano caliente. Olvida su traje oscuro -de pelaje- sobre uno de los caminos que dividen la historia. Arremanga los puños de su camisa. Camina queriendo estar descalzo. Se quita las botas y las deja al costado de un hormiguero. El hombre mira al cielo. Callado, y sin molestar a nadie, ni siquiera a los pájaros, toma un arma del bolsillo derecho y se dispara. El ruido hace que una bandada de cuervos se desprenda de un trigo silencioso. Un trigo que parece esconder, cada vez más, rastros de aquello que podría haber sido un secreto.

El campo, ahora, es la siesta de un león bajo palmeras amarillas.

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