top of page

El silencio habitado de las casas

 

 

Te acordás cuando estudiábamos en casa. Y me traías el café a la mesa con galletitas y queso cremoso. Nos sentábamos delante de la ventana y la luz entraba iluminando todo de azul. Nos sentábamos esperando el correo que llegaba tres veces a la semana y eran todas cartas de Argentina. De mis amigos. Y mientras tanto, escribíamos en cursiva.

Mi libro se abría y respiraba azul, como cuando se abre un teatro o una puesta en escena o un escenario y todo se respira de un color. Me enseñaste a escribir en cursiva. Y tenía tan sólo siete años. Una paciencia de mamá que hizo que me enseñaras a escribir en cursiva y aprendí iluminando todo de tinta azul y a veces negra.

El sol de la ventana entraba con un aroma a lavanda que pegaba en el mantel de la mesa de la cocina y en el ramo de flores que vos siempre dejabas en el medio de las galletitas y el café. Me decías que dibuje bien la panza, o que miré bien cómo era el palito o el círculo, que tenía una colita redonda, que giraba, que llevaba diéresis, y los renglones se llenaban de letras mal hechas en cursiva. Nos sentábamos todos los sábados a la mañana para practicar y el viento afuera soplaba despacio, con cuidado, como si todo afuera fuese frágil y yo quería jugar a la pelota o tirar piedras, romper algún vidrio o aplastar bichos, tirarle mucha agua a los hormigueros, hacer cosas malas, quería eso. Pero tenía que escribir. Porque ese colegio me exigía la cursiva y terminaba la mañana, almorzaba y después sí, iría a tirar piedras o a pisar hormigueros. Pero durante la escritura vos me hablabas del café y del humo verde y chino que te entraba por los ojos morados de miel que tenías. Me hablabas de películas mudas y de los parlamentos en blanco y negro. Me decías que en las películas mudas la gente hablaba como nosotros y yo te miraba y te preguntaba por los muertos. Te preguntaba a dónde estaba esa gente y vos me decías que estaban muertas y entonces había que respetarlas en las películas. Y a veces yo miraba alguna con vos y veíamos películas de muertos. Me llevabas al cine. Caminábamos por las calles en invierno como si fuésemos de otro país. Yo caminaba esas calles que ahora recuerdo como si fueran de otro país. Y vos siempre tenías una entrada para ir al cine en invierno. Y me comprabas pororó o chocolate. Y cuando me ayudabas a escribir fumabas un pucho amargo, rubio y a veces te levantabas para dejar los higos que la abuela te regalaba en la heladera. Y almorzabas zanahoria rayada con arroz. O papá a veces nos hacía carne y morcilla y después del mediodía, antes de irme a jugar afuera, esperábamos a que los cabecitas rojas se comieran las migas de pan y las sobras de la morcilla asada. Y antes de la carne, papá hacía el fuego y comía aceitunas. Me daba una aceituna negra griega toda arrugada para que la pruebe y era asquerosa y escupíamos los carozos en los ceniceros o en el fuego. Papá me enseñaba a prender el fuego y yo buscaba las ramas. Después de escribir en cursiva buscaba las ramas y comía aceitunas. Vos, mamá, me hablabas de las formas de las letras y yo te escuchaba mientras escribía pero también escuchaba cómo el viento soplaba despacio, afuera, donde estaban las hormigas y las piedras y el agua y el pasto y el barro y los cascarudos. Me hablabas de los sonidos de las letras con esos ojos de Guetete Emerita, y recordé que jamás volé tanto como lo hice allí. Mientras escribía en cursiva, y el azul de la mañana de los sábados entraba en la cocina y pintaba con colores chinos, africanos, máscaras y sombras. El cristal de la ventana dejaba que esas formas de luz se movieran como el agua y giraran despacio como el viento y las letras en cursiva. Giraban las sombras como si tuviesen vida, como si fuesen linfas azules, jugando en espejismos raros del aire, pero todo era tan silencioso. Esas formas, esas letras, esas luces, eran tan silenciosas, tan tremendamente silenciosas, que parecían esconder algo lejano y profundo. Algo que ellas sólo conocían y que nunca podría conocer. Vos me señalabas el sol y el cristal de la ventana. Los cristales de colores azules y amarillos y verdes que teníamos en la ventana de la cocina y todo era tan parecido a la naturaleza, parecido a los escarabajos o a las piedras. A los árboles que con paciencia hacían todo tan frágil. Todo era tan natural que la escritura de la cursiva se fue dando a través de las luces y las formas. A veces cruzabas algunas palabras con papá y nos acordábamos de Greta. Y la familia Prozor, que siempre enviaba las cartas de verano en los sobres con estampillas de telamones egipcios. Y me acordé de Greta Prozor, una mujer de pies dulces. Con las piernas azules que se mostraban debajo de su vestido francés y el silencio de circo muerto que abundaba en su porte. Su rostro de india tajada, o los ojos negros como después de llover llanto y una lívida simpleza que la nombraba en el aire dulce de la puerta de entrada cuando abría y entraba a casa con un perfume que decía Greta o señorita Prozor. Usando un sombrero de cuello negro y los pies dulces de madera se acercaban hacia mí deslizándose por el piso como una víbora en celo. Rozando el piso. Haciendo círculos como las formas de colores. Ella era las formas raras que pegaban en el vidrio. La señorita Prozor llena de secretos, igual que las máscaras y las sombras de luces. Los ojos que miraban por más que no los vieras. Y ella, de alguna manera, parecía conocer mis secretos. O los secretos de otros. Nuestros secretos. Los de ellos. Ella sabía que tirábamos piedras o mojábamos los hormigueros. Ella sabía todo eso y sabía más cosas. Sabía cosas que yo quizás no sabía. Entraba a casa y te saludaba a vos y a papá. Entraba sin flores, ni plantines, ni fruta verde. Sólo llevaba una canasta de limones. Y la luz se reflejaba en la canasta de limones y giraba haciendo formas persas, o máscaras chinas, pero yo seguía escribiendo. No quería que ella me mirase a los ojos. Y cuando venía a saludarme, ella dejaba los limones sobre la mesa, sobre mis escritos, y al lado de tus flores, y me saludaba, dejaba caer todo su pelo oscuro y perfumado sobre mis ojos y entre mi nariz y yo olía y todo era distinto. No había más nada. Todo se dejaba ir. Y cuando, con mis ojos cerrados, me dejaba llevar por ese gusto en el aire que cargaba, ella me daba un beso jugoso con esos labios de cáscara roja en mi mejilla redonda y virgen. Y todo volvía a ser casa. Todo volvía a ser el ambiente silencioso de casa. Y levantaba la canasta de limones, las dejaba en la mesada de la cocina, y vos te ponías a hablar con ella y papá prendía el fuego y mis escritos seguían incompletos en una cursiva chueca y ni el viento blanco y desnudo que llevaba su cuerpo, ni su piel celeste y blanca, dejarían que toda la música de su nombre se escapase dentro de mi. De alguna manera la señorita Prozor era mía. La llevaba dentro. De alguna manera. En esas tardes, en la que me sentaba a tu lado, a escribir cursiva, una y otra vez, hasta que deje de salir chueca. Y llegue una carta de Argentina.

bottom of page