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Hombre triste en un tren

 

 

Un hombre escribe una carta mientras viaja. Escribe sentado en una butaca vieja de un tren. Escribe a mano, con una lapicera. Fuma y a veces quita la ceniza de la cabeza del cigarrillo. Mira su reloj, y para hacerlo, se arremanga la camisa blanca. Está en el medio de un camino escribiendo una carta para una mujer que dejó atrás. Recuerda mientras anota. Recuerda a la mujer perdida y a los lugares perdidos y a los olores perdidos. Esa mujer que despidió en la estación anterior, que parecía estar llorando delante de un cielo de ventanillas de tren. Esa mujer sobre la plataforma de una estación, con la primavera en el cuerpo y el viento dulce en el rostro, que estaría posiblemente llorando y limpiando sus lágrimas frente a una ola de ventanillas de tren. Esa misma mujer. Anónima y presente, ahora, en la memoria de este hombre que escribe una carta para esa mujer que abrazó, y besó y arrastró consigo hace un tiempo atrás, hace un instante, hasta hace tan poco, tan sólo un poco de humo de tren, un poco de ruidos de campanas y de carbón, un poco de palabras del guarda hacia los pasajeros mientras cortaba los boletos, tan sólo un poco de cigarrillo y ceniza muerta en el tren, hasta hace un momento en el que el hombre abrió la ventana y comenzó a escribir una carta. Esta misma carta que ahora escribe mientras viaja.

Un hombre que ha saludado a la mujer de sus brazos escribe en un tren una carta mientras fuma. Ve pasar a los postes de luz y del telégrafo. Ve cómo los cables de luz se ondulan y van y vienen como si fuese una gran onda negra a través de la ventanilla. El tren suena la campana y comienza a detenerse. Los postes también se detienen y empiezan a tener forma de postes de luz y de telégrafo. Ya han dejado de ser una gran mancha en la velocidad del paisaje. Y ahora son postes de luz y de telégrafo. Cuando el tren llega a la siguiente estación el hombre ve a la mujer a la que le escribe abrazando y besando y despidiendo a otro hombre igual a él. El hombre del tren mira atentamente. Mira a la mujer. Mira al otro hombre. Y parece decirse con voz queda, que sí, que aquel hombre en la estación es él. Tiene sus manos y su ropa y su rostro. Vuelve a mirar a la mujer. Sabe que es la mujer que despidió en la estación anterior. Sabe que es la misma mujer que tuvo en brazos. Sabe que es ella y que no puede ser otra. Entonces el hombre de la estación sube al tren y se sienta a un costado de él. Los dos se miran. Y no dicen una palabra. Los dos parecen aceptar la idea de compartir el asiento. El hombre que recién acaba de subir toma una hoja en blanco y comienza a escribir. Se detiene y busca algo en su bolsillo. No encuentra nada. Apoya el bolígrafo en la mesa del compartimiento del tren. Mira al hombre que tiene a su lado. Le pide fuego y sigue escribiendo.

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