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La dama en su abrigo de piel

 

La veíamos con su abrigo de piel todas las tardes salir de la casa del tesorero del pueblo; y la calle dorada de manzanas y puestos de verduras se iluminaba eternamente cuando ella caminaba con su abrigo blanco de oso polar y su pelo moreno desenredado. Era blanca. Del color de una madre. Y ella caminaba siempre elegantemente blanca. Con esa blancura de pezón de madre. Con las dos piernas firmes y duras, dos muslos crudos de sangre erótica y azul. Llevaba siempre una larga pollera negra y una capucha de sarga igualita a la luna. Sobre su ropa el famosísimo abrigo de piel. Y para nosotros, en el pueblo, era “la dama en su abrigo de piel”. Nunca decía una palabra. Nunca hablaba. Nunca compraba verduras ni bananas. Era ella sola caminando hacia la casa del tesorero en la noche y volver al otro día a la tarde. Eso era lo que nosotros suponíamos, porque todas las tardes salía a eso de las tres. Se despedía de la mucama que trabajaba en la casa del tesorero y caminaba por la calle adoquinada. Y todos los mercaderes y los vendedores de frutas la miraban. Y nosotros no sólo la mirábamos, también nos imaginábamos con ella. Y cómo sería ella. Y todo lo que imaginábamos lo hacíamos por lo que veíamos en su rostro y por lo que ella ocultaba debajo de su pollera larga y negra y todo ese abrigo de piel. Con su boca redonda y chiquita como un chupetín de frutilla, y las cejas infinitas del color de las hormigas. Toda su cara blanca. Y unas manos que parecían suaves y con olor a crema de manos suaves. Eso siempre decíamos con los chicos. La veíamos de cerca y de lejos. Siempre que podíamos tratábamos de acordar que alguno de nosotros se escondiese debajo de un canasto de cebollas o de pescado seco para poder ver adentro de su pollera.

La dama en su abrigo de piel siempre parecía apurada. Deseando, quizás, llegar a algún lugar sin perder más tiempo. Y nosotros que éramos todavía vírgenes, muy vírgenes, recién nacidos casi, nos imaginábamos cualquier cosa. Y nos quedaba ese olor a romero fresco y lavanda púrpura que llevaba en su ropa. Y esto lo sabíamos porque cuando pasaba cerca nuestro todo el perfume quedaba en el aire como suspendido, y los poros del viento y las pelusas, y los diamantes o perlas doradas que se formaban con la luz del sol en el aire, se volvían arcilla espesa en el aire por el romero y la lavanda de la dama en su abrigo de piel. Y nunca nos vamos a olvidar de su nombre. Nunca. Nunca lo voy a olvidar.

Pasaron los años y la dama en su abrigo de piel seguía yendo y viniendo a la casa del tesorero y caminaba por el mismo camino y ya nos observaba de otra manera. Nosotros trabajábamos en los puestos de verduras y ya dejamos de escondernos debajo de los cajones de cebollas y dejamos de imaginar cosas y dejamos de mirarla como cuando la mirábamos de niños. Ahora era otra cosa.

Una tarde ella se detuvo frente a mí. Y me dijo que quería un kilo de frutillas dulces. Que necesitaba un kilo de frutillas rojas y dulces. Y yo se las envolví y cuando las terminé de envolver y se las entregué, ella tocó mi mano y pude sentir el lento y tierno desenlace de su piel. Me sonrió y se fue. Después todas las tarde venía a comprar frutas a mi puesto. Los chicos –y ya no éramos tan chicos- no podían creer lo que pasaba. Y así fue hasta que el tesorero murió. Después dejó de caminar y no la vimos más. Pero recuerdo que siempre tocaba mi mano cuando le entregaba el kilo de frutillas. Y yo tocaba su mano cuando ella me entregaba el dinero. Y el perfume de lavanda parece todavía estar intacto en el aire. Fue una tarde en que conocí a la dama en su abrigo de piel. Ella siguió caminando con una bolsa de frutillas en una de sus manos, como si el mundo fuese de carne, flechas, clavos, de sangre, espinas, madera y espadas o nubes cargadas de alas de ángeles o pieles que parecen evaporarse en el cielo. El mundo de ella caminando con una bolsa de frutillas en las manos. Un mundo donde los rostros eran blancos y vírgenes y en donde esos rostros no sentían el frío de la noche.

Me detuve al verla mientras se alejaba con la bolsa de frutillas y mientras el sol de la tarde daba en los adoquines quemando al cuerpo de los perros falderos que huelen gatos, palomas, ratas o chancho asado de los puestos. Incluso cuando la lavanda se mantuvo en el aire, antes de que llegue al final de la calle, ella volteó y me sonrió, tomando una frutilla de la bolsa y llevándosela a la boca para morder la fruta y sonreír con la cara al sol.

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