top of page

La hora matinal

 

Esa mañana de verano un informante de guerra tocó a la puerta de la casa. Se quitó los guantes para entregar lo que debía entregar. Sus manos estaban desnudas y curtidas con heridas. Se podían ver los dedos crudos, las cicatrices o los moretones causadas por el hervor de los fusiles y las armas. La mujer salió a la puerta y recibió la noticia. El informante le entregó un sobre que decía que su marido había muerto en la guerra. Con un ademán y condolencia el informante se retiró cordialmente, diciéndole que lo sentía mucho y dejó a la mujer sola en su casa con un sobre en la mano.

Las manos de la mujer eran blancas. Con un aroma a lavanda. Un aroma a ropa limpia. La mañana del verano se hacía lenta y vacía. Una profunda calma se mantenía en el aire. Y la casa parecía estar impregnándose de dicha calma. Una oscura y profunda calma.

La mujer dejó un abrigo de lana roja sobre una silla verde del cuarto. Un abrigo que pertenecía a su marido. Ordenó los platos y las colonias y la crema de afeitar de su esposo, que estaban sobre la mesa de luz del cuarto. Guardó el sobre en un cajón de la mesa de luz y miró a su alrededor. Miraba el cuarto de madera y las paredes de cemento gastadas. Pensó que quizás debía pintarlas o quitarles las telas de arañas en los rincones del techo. Pensaba en la cocina embrutecida de cucarachas y bichos. Pensaba en el color verde de la silla. Un verde musgo ajado. O grisáceo. Abrió la ventana. El día se entrelazaba nublado en las montañas rocosas y pálidas. En la habitación la ropa tirada dejaba perder el color rojo de la lana y casi en un instante o en un disparo de fusil, todos los muebles se tornaron a un ocre de lluvia nocturna. Su cama, sola y sin cabellos, se adosaba a la claridad rústica de la tarde en la que respiraba el aire plomizo del día. Caminó hasta la cama y agarró una de las almohadas. La olió tratando de recordar el aroma a la piel de su esposo. Los olores que llevaba su cuerpo y su nombre antes de ir a la guerra. Pero no encontró más nada que lavanda. El perfume a la piel blanca de ella. Dejó la almohada. Se levantó y volvió a la ventana. Todo el pasto del paisaje pasó a ser de alguna manera de un verde similar a la silla. Y todo el viento entre esos pastos soplaba de una forma sigilosa, ocultando un secreto, susurrando un nombre o una historia quizás. Había dejado de ser el viento de siempre. Ahora era un viento más. Llevando consigo los nombres o las historias. Pensó que el viento podía ser como un río. Llevando los nombres y los secretos con él. Llevándose todo con el mismo sonido. Pensó que el viento llevaba las cosas con el sonido. Igual que el río.

La mujer dejó descansar su mirada en el paisaje. Mantuvo la mirada fija como un estanque en el paisaje. Recordó una vez más, aquel camino hacia el mercado, el que antes recorría de otra manera. Ahora, era todo nuevo para ella y para su habitación. Era todo dolorosamente nuevo. Las cosas tenían un aroma llano y perpetuo. Y la mujer sabía que debía ir al mercado de carnes antes del almuerzo y pasaría por aquel camino que lleva a la frutería. Y aunque no quisiese, ella sabía que las frutas estarían podridas y que las carnes serían de los gusanos blancos envelados en el rojo bobino de la carne puesta al sol negro y lúgubre del mercado.

Entonces, una vez más, deseará otras cosas. Pero esos deseos tampoco serán deseos. Sólo serán ideas. La mujer lo sabía. O lo sabrá. Lo sabe hoy. Ahora, en este momento del día en el que ella se cambia de ropa y deja la ventana abierta, sólo para que entre el aire en la habitación. Lo sabe hoy. Ahora, en esta mañana en la que sale por la puerta de entrada y saluda, tal vez, a una pareja de vecinos ancianos, como siempre lo ha hecho, o lo hizo, todas las mañanas de su vida, y camina hacia el mercado o la frutería en busca de manzanas y duraznos para el postre.

bottom of page