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La lectora

 

Sentado frente a ella veo los ojos que se mueven de izquierda a derecha. Viajo en tren y la observo. Directamente a los ojos la miro. El tren se mueve. El ruido a metal es adormecedor como un lento trago de verano. Las ruedas chocan con la vía caliente que nos lleva. Es primavera y el sol se yergue por encima de las nubes. Parece universal. Miro a través de la ventanilla. El sol erguido es una fruta roja que ensordece y limpia de claridad las páginas del libro que ella tiene en sus manos. La veo leer plácidamente como si no existiese nadie en el tren más que ella y sus historias. Ella parece no saber de mi. Parece no tener noción de mi, parece no levantar la vista ni siquiera con los leves bruscos movimientos del tren. Pero de alguna manera siento que sabe o percibe que la estoy mirando. Porque de esa misma manera u otra creo que ella sabe que preciso entender el secreto de su viaje en tren o aquel secreto que la lleva a la lectura, a las historias ocultas que en sus manos se posan como un tesoro. El sonido del movimiento de las páginas me produce una cosquilla placentera en el cuello llegando hasta mi cabeza envolviendo mi rostro. Me adormece. Veo su dedo. Cómo es llevado a la boca, para después pasar una y otra página. Untar el dedo en las páginas y saborear el paso. Eso hace que de a poco el tren se haga más espacioso, más lento, mucho más lento. El tren se transforma en las páginas del libro. Entonces miro el paisaje para despejar la mirada de esta lectora fructífera. Pero me tienta la sensación de adormecerme y de caer en ella. De caer como si fuese un plomo en aquel río que ella misma me presenta ante mis ojos con su lectura. Zambullirme en el sueño entero del río que ella mueve con sus manos. Porque creo caer de a poco y de lleno en su pecho. Entro en su ropa. Entro en el encaje blanco y prolijo de su camisa de seda blanca. Entro en sus bolsillos. Entro en el tapado azul antiguo que lleva. Entro en los perfumes, en su boca o me poso sobre ella para caminar despacio entre su saliva cada vez más rica y dulce, y camino, de a puntillas en todo aquel labio rosa que siente mis pasos. Un cuchicheo carnoso que mis pies de sonámbulo hacen a su boca ahora abierta. Y creo que ella gusta de mi. Creo que ella se sonríe al saber que me tiene en su boca. Y yo sigo caminando por su cuerpo. Por su rostro blanco y rubio. O por sus mejillas redondas pintadas. Pss Pss Pss ¿Si tengo mi boleto? El guarda espera a un costado. Y la lectora sigue allí como si no existiese nadie más que ella y sus historias. El tren se dirige directo a otra estación y de aquella estación a otra estación y así hasta el fin de las vías o el fin de los trenes. Y los paisajes se hacen cada vez más mecánicos y veloces, como si todo el verde del pasto formase una gran telaraña acuática o la sombra del bosque que se arrastra con la velocidad. Saco mi boleto del bolsillo. Lo entrego. El guarda lo engancha con un click.

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