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La muerte de Lara

 

Ha muerto. Y acaricio su pelo como a un niño dormido. Su cabeza muerta descansa en el último sueño sobre mi regazo de seda roja. He pensado en todo este tiempo en el que él y yo hemos estado juntos. He pensado, mientras limpio las últimas gotas del sudor, el resto del polvo y la piedra que ha quedado marcada en su rostro, todo lo que él y yo hemos vivido. Y ni el gaznate moribundo que movía hace un instante, queriendo tragar saliva o tomar el último trago de agua, me hará olvidar su cuerpo. Ni siquiera este momento de tierra que estoy viviendo con él, ahora, que ha muerto en mis brazos y sigue muriendo. Porque de a poco lo voy perdiendo cada vez más. Muere todo su cuerpo como un eterno polvo de tristeza. Y en su espalda siento hundirse mis manos heladas y blancas. Siento la espalda de barro. Su ropa amarga y los ojos profanos en ruinas. Los siento. Enteros.

Habría que olvidar. Pero no puedo. Todavía tengo aquella sangre en mi pecho. Toda la sangre del mundo en mi pecho. ¿Qué es este deseo a desaparecer en el viento? El deseo a morir como un cuerpo, como un hormiguero, como un cerdo. Y ser un hormiguero muerto o un cerdo muerto o un cuerpo con pulpa de cerdo. Muerto. Mi muerte es este instante. El mismo instante en el que lo veo morir más y más. Mi carne lo escucha. Y ni siquiera mi carne puede colocar dos monedas de plata sobre sus ojos, para que los párpados cierren por siempre. Y que mi carne se vuelque en la plata; o que la plata se pierda entre la carne muerta que tengo en mis brazos.

Alguien susurró en mi oído que el oeste es el lugar de la muerte. Donde muere el sol. Ahora vuelvo a pensar en aquella voz. En aquella voz anciana que susurró hace tiempo. Y el oeste está en mis manos.

El viento, despacio, se lleva los restos del camino. Le otorga vida a las plumas de vencejo que tiene su casco derrotado. Observo a la pluma de vencejo moverse como si allí habría sangre en movimiento, como si en esas plumas podría volver a moverse la vida. Recuperarlo, tal vez. A él, que una vez muerto, descansa en mis brazos. Y sueño, quizás, con la posibilidad de morir. Perfumados. Los dos. De un almizcle blanco. Y al fin, gozar, de una invisibilidad. Volvernos aire. Y besarnos como dos humanos de trapo bajo una selva fresca y jugosa, que en plena lluvia tropical, nos inunda. Me inunda. Y parecemos de trapo de nuevo, fantasmas de trapo, de aire, caminando, abrazados, por una calle verde, vacía y frutal. Pero vuelvo a este antiguo presente. El presente de la tierra. Y mi dolor es otra vez humano. Mi dolor forma una mirada honda de piedra humana. Vuelvo a verlo. Apagado. Lleno de cuerpo. Lleno de piel. Lleno de arrugas. Pero no queda más que ese olor a leyenda y a tierra. Y mi boca contará todos sus secretos; y tu voz será mi voz. Muda. Silenciosa. Y ningún espejo, jamás, volverá a ser espejo otra vez. Y yo, al fin, ya no seré mujer. Seré otra.

Fusilado por el sol, veo al monte que yace, verde y agónico, hasta volverse un desierto, que se embebe de un fuego muerto y voluble. Es el oeste, me digo.

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